lunes, 12 de noviembre de 2018

LA CIUDAD DEL HOMBRE




En la obra “Las dos ciudades”, san Agustín de Hipona decía que:

“Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la ciudad terrena el amor de sí hasta el desprecio de Dios, y la ciudad celeste el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”.

En el día de hoy vivimos inmersos en la Ciudad del Hombre que ha llegado hasta el desprecio de Dios, y con soberbia ha construido esas grandes catedrales de hierro y cemento nombradas orgullosamente “rascacielos”. Gigantes secuoyas de angulosas formas, cubiertas de acero y vidrio, grises, fríos, que en su interior contiene miles de personas trabajando como hormigas afanosamente en los negocios de la ambición humana. Esta Ciudad del hombre, con esfuerzo casi sobrehumnano, ha querido tapar la Creación de Dios. En toda ella se respira esa ambición, en toda ella se ha impreso la mano del hombre. En toda ella se imprime, sobre su acero y sobre su granito, la impronta del hombre voluntarista, del superhombre nitzcheano, y bajo esa figura, el poder de la manipulación de la materia, con el cual ha llegado a dominar la técnica.

El estruendoso rugir de los motores y el chillido de las bocinas, nos llevan a desconocer el silencio. Los gritos de hombres descontentos, distorsionados por la desgastada arenga de los amplificadores eléctricos que se entremezclan con los golpes de tambores, como danza tribal y desentonada, de los constantes insatisfechos manifestantes que se movilizan con el lento paso del ganado bovino sobre una ancha avenida.

Y en las noches, la estertórea música que resuena repetitivamente en los parlantes de una cultura descartable, en los boliches, en los antros y bares de vida nocturna, emite  aquellos sonidos que producen un encantamiento en los bajos instintos, esa hipnótica transformación de las mentes juveniles que caen desprevenidamente en las actitudes más torpes a la vez que intentan homologar lo que sus “próceres” de la subcultura imponen con la suyas. El bien no hace ruido y el ruido no hace bien, decía un santo. Y los ruidos nos alejan del silencio tan necesitado para el hombre que hoy y siempre ha buscado la Verdad.

Ya no contenta esta ciudad humana con sus estridencias sonoras, recurre a las miles de luces y grandes pantallas mostrando todas sus ofertas. Las luces de colores y los carteles cada vez más vistosos, son aquellos ruidos que a la vista nos distrae. Las grandes cadenas cada vez más monopolizadas del cine, con sus películas cada vez más vacías de contenido pero a la vez más vistosas, repletas hasta el hartazgo de efectos especiales, recordándome cada vez más a las elucubraciones culturales en la distópica ¿o utópica? novela de Aldous Huxley “Un mundo feliz” con el “cine sensible”. El concupiscente embelesamiento que nos pone enfrente para vendernos el modo de vida que debemos aceptar, o sus muchas manufacturas de las grandes fábricas o, cuando nos encontramos en épocas electorales, nos distrae con el variopinto abanico multicolor del “márketing” político. Ruido para la vista y para un verdadero pensamiento sobre qué necesita realmente la polis de hoy.
Hasta la escasa vegetación que podemos encontrar en el centro de la urbe, parece subyugarse sumisamente a un patrón humano que la ordena en la ciudad y la dispone como piezas de ajedrez, manipulandola y la recortandola como papirola según su beneplácito. Todo ha sido manejado, construido, plantado milimétricamente por la mano del hombre, a tal grado que no podemos ver otra mano en lo que nos rodea, que la del hombre.

La Ciudad del Hombre, “la Ciudad Terrena” que llamaba san Agustín, se yergue soberbia, omnipotente, omnipresente, omnifuncional, como una aceitada maquinaria dispuesta a seguir creciendo indeterminadamente frente al hombre que vive inmerso en ella, absorbido por ella, impidiéndole por todos los medios posibles poder contemplar más allá de sus paredes de cemento. La mano humana la ha construido toda ladrillo por ladrillo, la Babilonia prostituta, la torre de Babel, cuyo príncipe es el Príncipe de este Mundo, vuelve a erguirse para decirle al hombre contemplador: “tú no podrás”.

La Ciudad Terrena busca siempre que los hombres estén inmersos en sus ocupaciones, en sus diversiones, en lo posible, toda la vida, y así olvidar lo profundo, lo importante y trascendental. Su aplanadora sensorial busca achatar las perspectivas de la vida, mostrando que solo hay un horizonte: el terreno, y así ocultar con sus variadas artimañas, que también hay un horizonte vertical, si se me permite la paradoja.

Pero aún, al contemplador, al hombre que ama y que busca al Amor, que desea vivir en la Ciudad Celeste, la Patria Celestial, cuando se le presenta el combate frente la Ciudad Terrena, puede encontrar la gracia de cobijarse en el candor de un sencillo San Ireneo de Arnoise interior, le queda ese vestigio que todavía el conglomerado de cemento no le puede quitar. Aunque la urbe, con sus fulgurantes luces ha podido tapar gran parte de las estrellas, aún quedan los cielos para poder escalar al cenit y divisar el vestigio de Dios.

Y luego de estas reflexiones, a modo retórico, podría hacerme unas preguntas, ¿serán estas cosas por las cuales las grandes ciudades se han transformando en la acumulación legalista y legislativa de vicios y desórdenes inimaginables antaño? ¿El alejamiento del hombre de Dios nos ha llevado a la construcción de estas grandes ciudades o fueron las grandes ciudades que alejaron también al hombre de la mirada trascendente?

Tal es el encierro del hombre entre las paredes de la gran ciudad, que ha prodigado una considerable cantidad de lunáticos, esos lunáticos que G. K. Chesterton describía como aquél que se había encerrado entre las cuatro paredes de la caja de cartón de su pequeño universo, pintando  el cielo y las estrellas en el techo.

Y recuerdo que, con ciertos dejos de melancolía, recordaba el Papa León XIII en “Inmortale Dei” que “hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad.”

Dentro de los defectos humanos, en aquellos tiempos, reinaba la armonía que produce la vida de una profunda cosmovisión cristiana. La época dónde la verdad era la Verdad, dónde el sentido común y la cordura reinaba en las leyes. El contraste entre las dos ciudades es contundente. No pueden convivir juntas, son inconciliables y siempre estarán en constante pugna.

Mariano Gabriel Pérez-Tinnirello, tomado del portal Noticias Congreso Nacional, 07-Nov-2018.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Soneto a la natividad de la Santísima Virgen


(Aire de fray Pedro de Padilla)

Vino a la vida para que la muerte
Dejara de vivir en nuestra vida,
Y para que lo que antes era vida
Fuera más muerte que la misma muerte.

Vino a la vida para que la vida
Pudiera darnos vida con su muerte,
Y para que lo que antes era muerte
Fuera más vida que la misma vida.

Desde entonces la vida es tanta vida
Y la muerte de ayer tan poca muerte,
Que si la vida le faltara vida

Y a nuestra muerte le sobrara muerte,
Con esta vida nos daría vida
Para dar muerte el resto de la muerte.

Francisco Luis Bernárdez, “Las estrellas”, pág. 29-30, Editorial Losada, Buenos Aires, 1947.

lunes, 14 de agosto de 2017

El eclipse del arte moderno.


En la excelente obra “La muerte de la luz”, del filósofo y crítico del arte, el austríaco Hans Sedlmayr, leemos una breve síntesis de lo que el hombre moderno refleja en las obras artísticas. El arte refleja toda una época, refleja toda una manera de pensar y de creer, refleja todo un espíritu en el que se encuentra inmersa esa  época. Y el hombre ha perdido la noción de lo verdadero y lo bello porque ha perdido la noción de Dios y esto es reflejado, como espejo espiritual, en el arte contemporáneo.
La comparación metafórica en la que nos ubica Sedlmayr, según su delicada y certera visión artística, es la de un eclipse solar ocurrido en 1842 descrito por el poeta Adalbert Stifter y plasmándolo en una de sus obras. Según Sedlmayr, el eclipse de sol total pintado por Stifter, es un reflejo de la situación actual del arte, debido al oscurecimiento de lo bello y lo verdadero. Basta visitar cualquier galería de “vanguardia” o de “arte moderno” para quedarnos con esa impresión de vacío y ausencia de la belleza.

Dejemos al autor que lo haga...


Una observación sobre El Eclipse del 8 de julio de 1842, de Adalbert Stifter

Esta observación necesita una nota previa:

PARA CADA UNO de nosotros hay personas, cosas, sucesos, cuya esencia tememos analizar y disecar, y confieso antes de empezar que para mí Adalbert Stifter y su obra pertenecen a esa categoría de realidades. Pero ese temor no debe llegar hasta negarnos a hacer partícipes a los demás de lo que esas realidades nos han revelado a nosotros mismos en el fondo. La participación en ese caso no puede hacerse en forma realmente científica, sino, más modestamente, indicando lo que creemos haber percibido y consideramos sería útil que también los demás percibiesen.

            “Hay cosas que sabemos durante cincuenta años, y al llegar al quincuagésimo primero nos maravillamos por lo importantes y tremendas que eran”.
            Creo que Stifter tenía como pocos la facultad de hacer traslucir a través de la descripción realista de un acontecimiento del mundo externo, con el ropaje de un lenguaje grandioso en su simplicidad, fenómenos muy profundos del orden del espíritu. Me refiero sobre todo en ese momento a su “reproducción” del eclipse total de la mañana del 8 de julio de 1842, que, aun literalmente, está entre lo más significativo que nos ha quedado de él. En ese magnífico trozo de prosa el oscurecimiento de la luz interior y, por lo tanto, al arte de una época que está bajo el signo de una obnubilación de esa especie. Quisiera decir algo sobre esto, mostrar cómo es posible algo semejante. Tal vez no haya ninguna necesidad de indicaciones ni explicaciones, tal vez basta advertir estas analogías para captarlas a fondo.
Stifter, a pesar de sentirse subyugado por la grandiosidad del fenómeno, distingue claramente en su descripción, con la precisión de un fiel observador de la naturaleza, dos etapas en el oscure­cimiento.
En la primera etapa, “mientras que en lo alto el bálsamo de la vida, la luz, iba languideciendo imperceptiblemente, penetraba y se extendía en la bella luz del sol la invisible oscuridad”. Los signos característicos de esta primera etapa son:

Primero: El mundo familiar se vuelve extraño: “era una desagradable enajenación de nuestra naturaleza”.

Segundo: Empalidecimiento y debilitamiento del color. El hecho sucedió paulatinamente: “Había avanzado calladamente como una oscuridad, o mejor, una luz gris plomiza, como una bestia maligna —pero podía ser una ilusión—; en nuestro observatorio todo seguía siendo claro y amable, los rostros y semblantes de los presentes eran serenos y amistosos como siempre”. Pero entonces, “se hicieron visibles los efectos también en la tierra…; el río ya no destellaba, sino que era una cinta gris-oscura, nos rodeaban pálidas sombras, las golondrinas estaban inquietas, el hermoso y suave brillo del cielo se apagó como si emanase de un hálito exhausto, una brisa fría se levantó y nos sacudió. . . y el paisaje se hacía cada vez más lívido. . . los rostros se volvieron gris ceniza”.

Tercero: El mundo se vuelve rígido y pesado: “sobre las pra­deras se congelaba una luz extraña e indescriptible, plomiza... sobre el paisaje que se hacía cada vez más inmóvil”.

Cuarto: Sobreviene una extraña calma: “en los bosques, junto con el juego de la luz había desaparecido el movimiento; yacían estáticos, pero no como dormidos sino desmayados”.

Quinto: Y un extraño vacío: “nuestras sombras estaban echadas sobre los muros vacíos y sin contenido”.

Sexto: Tristeza y silencio sepulcral[1]: “hubo un momento de tristeza normal”; “y después silencio de muerte”.
La característica de esta primera etapa del eclipse, captada con gran precisión, es, pues, la de la extinción y la muerte del mundo familiar: “era algo estremecedor esa muerte repentina en medio de la frescura de la mañana que había reinado hasta pocos mi­nutos antes”.

La segunda etapa tiene un carácter totalmente diverso; sucede algo completamente nuevo, inesperado. Sus rasgos característicos son:

Primero: La fuerza tremenda de la conmoción: “Así como antes nos había impresionado y desolado el repentino empalidecimiento y desvanecimiento de la naturaleza, y nos había dado la impresión de una muerte al acecho, ahora nos sentíamos atemorizados y sobrecogidos por la tremenda fuerza y potencia de la conmoción que observábamos en todo lo ancho del cielo; las nubes horizon­tales, que antes nos habían dado temor, colaboraban en la or­questación del fenómeno; se erguían ahora como gigantes”.

Segundo: La tremenda potencia de los colores: “de sus cum­bres fluía un rojo aterrador, y hacia abajo se abovedaban en un azul profundo, frío y pesado, y oprimían el horizonte”. “A lo lejos, en el límite (...), yacía oblicuamente una larga y pun­tiaguda pirámide de luz de un amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de azul ultraterreno”.

Tercero: Lo totalmente irreal: “colores nunca vistos estaban diseminados por el cielo”.

Cuarto: Un resplandor al mismo tiempo fascinante y terrible: “Masas de niebla, que desde hacía tiempo se levantaban en el horizonte, pero no habían tenido color alguno, se hacían ahora patentes y se henchían con un tenue y terrible resplandor”. “La luna estaba en el medio del sol..., semitransparente, inundada de una especie de brillo acerado; y a su alrededor, no un anillo de sol sino una bella, una maravillosa corona de resplandor, azulado, rojizo, en rayos que se reflejaban unos a otros, como si el sol que estaba por encima vertiese su torrente de luz sobre la esfera de la luna, y ésta a su vez la rociase a su alrededor — ¡lo más gracioso que jamás he visto en cuestión de juegos de luz!” “Nunca alumbró una luz menos terrena y más tremenda”. “Si antes nos había desolado la monotonía, ahora nos abrumaban la fuerza, el resplandor y las masas”.

Quinto: Pero el hombre se convierte en un espectro: “nuestras propias formas estaban aprisionadas como negros espectros, hue­cos, carentes de profundidad; el fantasma de la iglesia de San Esteban estaba suspendido en el espacio”.

Sexto: Las violentas conmociones internas agitan a los espec­tadores; hasta “los animales se aterrorizan”.
La característica de esta segunda etapa del eclipse es lo trágico: “La música indeciblemente trágica de colores y luces que resuena por todo el cielo”, es “un Dies irae” que “nos parte el corazón”; es, en resumen, el apocalipsis, la revelación de lo inimaginable, de lo tremendo, de lo inefable, de su poder y su fuerza y su terror.

En la descripción de esta etapa cada una de las palabras tiene un profundo significado simbólico, no buscado intencionalmente. Es casi imposible considerar el hecho exclusivamente como un acontecimiento natural; instantáneamente asume significación y tiene consecuencias de orden espiritual y ético; cada uno de los fenómenos evoca su analogía en el oscurecimiento del espíritu y del corazón y tiene una importancia moral, porque “en este suceso físico se encuentra una fuerza moral de esa clase”. Al mismo tiempo se transforma, sin que medie la menor intención, en una válida descripción de dos hechos espirituales, tal vez los que más conmovieron al siglo de Stifter: la extinción de la natu­raleza familiar al hombre y su tremenda desvirtuación. Esta analo­gía, ¿no estará basada en que el eclipse de la luz central del espíritu tiene como consecuencias necesarias fenómenos similares a los del eclipse de la luz del mundo externo, y, a su vez, en que el arte, con idéntica necesidad, hace visibles estos acontecimientos espirituales con los mismos medios que utiliza la naturaleza? Lo que Stifter describe en un acontecimiento natural es, en el fondo, lo mismo que Nietzsche y Dostoievski supieron y experimentaron acerca del acontecimiento espiritual más significativo de su siglo, sólo que aquí, gracias al genio de un poeta en quien habitaba además un pintor, se vuelve inmediatamente accesible a la con­templación, en un plano en el que se entremezclan lo sensible y lo espiritual y en el que el suceso natural, descrito con simplici­dad, se convierte inmediatamente, y por lo mismo más incisiva-mente que en cualquier “simbolismo”, en símbolo de su reflejo en el orden del espíritu.
Con esto Stifter va más allá de las posibilidades de su época y apunta hacia adelante, a una época que, sin volver al Medioevo, experimentando y abrevando en las profundidades de lo primi­tivo, volverá a descubrir la analogía entis.
Esto es válido para la descripción en su totalidad, pera se aplica además a casi cada una de las observaciones en particular. Al ver a Stifter describir sencillamente una de las consecuencias del eclipse total con las palabras: “El aire se volvió frío, sensi­blemente frío”, ¿cómo no caer en la cuenta de que el grito de Nietzsche: “Ha empezado a hacer frío”, es también la consta­tación de un eclipse? Yo diría que la simple frase “no se da­ban cuenta de que mientras en lo alto el bálsamo de la vida, la luz, iba languideciendo imperceptiblemente —abajo... había avanzado calladamente como una oscuridad..., coma una bestia maligna—, pero podía ser una ilusión; en nuestro observatorio todo seguía siendo claro y amable, los rostros y semblantes de los presentes eran serenos y amistosos como siempre”, yo diría que en esa sola frase está dibujada de una manera insuperable toda la situación histórico-metafísica de Biedermeier.
Puesto que el oscurecimiento del sol externo y del interno tienen efectos semejantes, y porque el arte es proclamación y espejo de esos acontecimientos interiores, las frases de Stifter asumen también una significación, totalmente involuntaria, con respecto al arte de su época. También allí los rasgos característicos de las obras de arte más significativas son, en una primera etapa, frío, pérdida de color, palidez, rigidez, agobio, tristeza y silencio sepulcral; en una segunda etapa se manifiesta una violenta con-moción apocalíptica, colores “terribles” y nunca vistos, un brillo acerado e irreal, junto con la transformación del ser del hombre y de su mundo familiar en máscaras vacías, en fantasmas, en espectros. Evidentemente en la historia, que por definición es superposición de estratos, las etapas no se siguen la una a la otra con el determinismo de un proceso natural, sino en revoluciones constantes que se van sobreponiendo. Ya en la época de Stifter, que fundamentalmente está en la prolongación de la primera etapa (cuya característica, a grandes rasgos, es la experiencia de muerte que se acostumbra a resumir con el término “clasicismo”) , en la obra de Turner o de Blechen, por ejemplo, encontramos figurado en la pintura mucho de lo que Stifter había visto en el cielo (“una larga y puntiaguda pirámide de luz de un amarillo horrible, con resplandores de color azufre y una orla de azul ultraterreno”, “colores nunca vistos estaban diseminados por el cielo”). Pero los caracteres de la segunda etapa sólo alcanzan su pleno desarrollo con el “expresionismo” del siglo XX, al que se aplican como a ninguno las categorías de irrealidad y apoca­lipsis.
A partir de aquí se le plantea a la historia del arte la tarea de considerar y examinar un acontecimiento que sin duda alguna es uno de los fundamentales en su siglo, y que sucede en el transcurso de la vida de Stifter: la muerte de la luz. Esto única-mente se podría hacer en el marco de una historia de la luz en el arte (y no sólo en el arte) que abrazase todas las épocas, donde probablemente se mostraría que la historia de la luz es un instrumento apto para captar fenómenos más fundamentales que la historia del espacio, que desde Riegl se convirtió en el gran tema central de la historia del arte[2]. En la época de Stifter la luz sufre metamorfosis radicales. Se la seculariza completamente en los edificios de vidrio y hierro de los “palacios de cristal” —el de Londres fue erigido en 1851, pero tiene un precursor desde 1838 en los proyectos de Héctor Horeaus— que adquieren una significación secular-metafísica. La cualidad irrum­pe en la cantidad; estalla una verdadera sed de luz. Si Stifter, en el momento culminante del eclipse, recuerda la poesía de Byron La oscuridad, donde se dice que “los hombres incendian sus casas... para no ver más que luz”, lo mismo debemos pensar nosotros al observar esta desmesurada sed de luz de un hombre cuya luz interior se ha apagado. Para suplir esta carencia busca la plenitud de la luz natural y material: el culto de la luz en los palacios de cristal, en el plein-air, en la fotografía; la iluminación “a día” de las viviendas (en un grado que hoy se vuelve a con­siderar nocivo), el culto de los baños de sol y la transformación de la noche en día gracias al descubrimiento de nuevas fuentes de luz que rivalizan con el sol. Pero al mismo tiempo, a partir de Cézanne, el color devora a la luz; a él pasan ahora la dignidad, el poder y la fuerza de la luz, que antes había sido independiente del color y había estado por encima de él; la luz, por decirlo así, se transforma en una realidad terrenal, pero al mismo tiempo se incendia en una apocalíptica y terrible erupción de colores. En­tonces el color se convierte en un sucedáneo de la luz, de la misma luz interior. En la queja de Egon Schiele por sus Días de cárcel, “¡la única luz era la anaranjada!”, este fenómeno fue expresado de una manera totalmente personal, pero tiene validez universal.

La tercera etapa es el retorno de la luz: “de repente desapareció el mundo ultraterreno y apareció el terreno, una sola gota de luz surgió en el borde superior como metal fundido, y recuperamos nuestro mundo...”; “rayo tras rayo fue volviendo victorioso, y, por pequeño, por diminuto que fuese en este primer momento el círculo brillante, parecía como si nos hubiesen concedido un océano de luz —es imposible describirlo—, y quien no lo haya vivido no podrá creer el alivio que sentimos en nuestros corazo­nes”. Y nosotros, ¿estamos ya viendo esa gota? ¿Estamos ya nosotros «más allá de la línea»?[3].
Como sucede siempre, lo profundamente optimista del eclipse vivido por Stifter estriba en que precisamente la desaparición de la luz revela dolorosamente su santidad, que normalmente apenas percibimos: “Qué santo, qué incomprensible y qué terrible es aquello que siempre nos inunda, que disfrutamos sin tener con ciencia, y que hace estremecer de esa manera a nuestro globo terráqueo al desaparecer, la luz, aunque sólo se aleje por tan breve tiempo”. Por eso, en el momento culminante de cada una de las dos etapas la descripción del fenómeno se transforma brus­camente en confesión y adoración. En el silencio de muerte se manifiesta el dador de vida: “y entonces, silencio sepulcral, era un momento en el que Dios hablaba y los hombres escuchaban”; y en la experiencia del Dies irae, que “parte el corazón, porque Dios y sus fieles difuntos observan”, se manifiesta su omnipo­tencia: “Señor, qué grandiosas... son tus obras, somos como polvo en tu presencia, con un simple soplido que hace desapare­cer la pequeña dicha de la luz nos puedes aniquilar, y transformas nuestra morada querida y familiar en un espacio completamente extraño, habitado por rígidas máscaras”.
A esta experiencia se asocia entonces la primera de las dos interrogantes con que Stifter cierra su descripción: “¿Por qué siendo así que todas las leyes de la naturaleza son maravillas y creaturas de Dios, casi no tomamos conciencia de su existencia en ellas, salvo cuando acontece una súbita modificación, por así decir una perturbación, y entonces, de improviso y con terror, descubrimos su presencia?” Y también esta pregunta tiene alcan­ces que van mucho más allá de la situación concreta en 1848, tiene una importancia no limitada a ningún tiempo en particular: muestra el ordenamiento del hombre al sol externo-interno como un fenómeno original de su existencia, que, sin embargo, se puede oscurecer por debilidad y acostumbramiento, y hasta se puede ocultar y eclipsar.

La segunda pregunta preludia la gran nostalgia del arte mo­derno, que ya había resonado en los románticos —de quienes sin duda lo ha heredado Stifter[4]—, la nostalgia por una música “pura” de luces y colores. Aún no ha sido satisfecha, porque no sólo “los fuegos artificiales, las transparencias, las iluminaciones... eran comienzos demasiado burdos como para que valga la pena mencionarlos, de esa música de luz”, sino que los mismos intentos de la pintura no son más que sucedáneos de aquella música de luz que añoraba Stifter, y están a mucha distancia de lo que allí se le ofreció a él, por la razón de que no pueden liberarse de la materialización de los colores en elementos gro­seros, que guardan la misma proporción con lo ambicionado, que el gusano en relación a la mariposa. Tal vez el moderno hombre “ilustrado” no se anime a llevar hasta el fin las consecuencias necesarias de este sueño de una música de luz, porque lo condu­ciría a resultados que no quiere asumir.
Para concluir, quisiera volver a recalcar enérgicamente que estas observaciones nos han llevado a una región donde lo espi­ritual y los fenómenos naturales están entremezclados insepara­blemente, y que no se trata de una zona científica sino pre-científica, aunque opino que es la fuente de la que beben los planteos de la ciencia.


Hans Sedlmayr“La Muerte de la Luz, perspectivas generales sobre el arte, ensayos”. Monte Ávila editores S.A. 1969, Caracas, Venezuela.




[1] Pensemos, por ejemplo, en las afirmaciones de Walter Rehms en su exposición Serenidad de dioses y tristeza de dioses. Anuario del Ca­bildo de Alemania Occidental. Frankfurt a. M. 1924.
[2] En el ensayo Señales del sol he bosquejado un somero esbozo de este tema; ha sido publicado en 1946, bajo el seudónimo de Hans Schwartz, en la revista “Wort und Wahrheit”. (Reproducido en Epochen und Werke II 249 y sig.)
[3] Ernst Jünger, Más allá de la línea. Frankfurt am Main. 1951.
[4] Con toda probabilidad de Ludwig Tieck; comparar con el pasaje sobre “la música maravillosa que hoy compone el cielo” y con el otro de Las andanzas de Sternbald. La cita que va a continuación está tomada del ensayo de Klaus Lankheit Los pre-románticos y los fundamentos de la pintura “sin tema”. En “Anuario Heidelberg 1951”.

jueves, 4 de junio de 2015

Los “Semis”


Tuve una pequeña discusión con un semiperiodista (o que se piensa que es periodista, es más o menos lo mismo), semicatólico, que me intentaba semidefender una semi-buena-causa la cual, finalmente, resultó ser una causa mala, bien mala, como pasa con todo lo semi. Y, providencialmente, hoy leí este fragmento del padre Castellani que viene como anillo al dedo.

“De mis andanzas por el mundo una cosa menos, como un clavo en la cabeza, he sacado fija: que no hay nada más inútil y aún dañino que el saber a medias. No digo el saber que se está formando y tiene de ello consecuencia; digo el saber-a-medias.
“Las medias verdades, las semi-ideas, las vistas confusas, el «conocer conceptual», el masomenismo, el trabajo mental ni la santa pedantería…
“El que sabe alemán a medias deletrea el periódico, entiende a tuertas y pierde el tiempo; el que sabe a medias filosofía quiere reformar el mundo, se da al macaneo libre y a «epatar» a los abribocas. El semiliterato navega imbrujulado sin hallar en el mar de tinta ni por azar el islote de la obra maestra. El semicrítico zambulle y zambulle sin esperanza de tocar donde están las perlas. Del mediopoeta no digamos nada…
“La pianista a medias ordeña a tirones balumbas de sones de su paciente vaca, incapaz del gozar estético y capaz de «ensuciar» el vecindario. El semipintorzuelo ultrafuturiza. El semiperiodista nos vuelve la vida chata, cuando no la ensucia y la repudre.
“¡Abajo los semis!”

R.P. Leonardo Castellani, en “Reforma de la enseñanza”, p. 164.

lunes, 1 de junio de 2015

Carta para un escéptico.


Me tomo el atrevimiento de publicar una carta, casi en su totalidad, del P. Leonardo Castellani dirigida Roberto Giusti, Director de la publicación Nosotros, según conjetura Sebastián Randle en la biografía “Castellani, 1899-1949” de dónde tomo esta carta.
Es cierto que en esta carta se puede notar un tono de estilo a lo León Bloy o a lo Blaise Pascal, “algo así como una morosidad en la argumentación que nos evoca tiempos pasados, donde la gente tenía el tiempo y el gusto por debatir ideas (y si el atribulado lector está cansado, o se siente agobiado por la impa­ciencia de los tiempos modernos, o, simplemente, no tiene ganas de seguir las volteretas de una apologética un poco demodé, puede saltearse la larga cita que sigue. Nosotros la asentamos en la persuasión de que allí donde aún queden vestigios de vigor intelectual siempre habrá quién la aprecie)”, dice el biógrafo. Y es así, la carta va a dirigida a alguien que gusta y sabe de libros, por parte de alguien que también gusta y sabe de libros. Por lo tanto, es una extensa carta, una de las pocas de esta extensión que redactará Castellani, plagada de razones y argumentos, con la fuerza de su conocimiento literario, dirigida con cordialidad de un buen amigo preocupado.

[…]

debo escribir a Ud. una carta sobre religión, no sea que «qui tacet consentire videatur» o bien que Dios me tome en cuenta algún día el que no haya pro­curado por cobardía hacer a un hombre que me hizo bien, el único Bien que puede hacer un pobre fraile agradecido que tiene voto de pobreza.

[…]

Entré pues en la Biblioteca del Seminario a buscar las «Cartas a un Escép­tico» de Balmes para muñirme de argumentos, procurando en el camino ponerme en el estado ideológico de un ateo, a fin de que mi argumentación fuere eficaz. Y sucedió que cuando llegué a la Biblioteca, me estaba sonrien­do solo, de pensar que yo (yo ateo) estaba en esta casa tan grande para estu­diar cuatro años una cosa que no existe, para estudiar a Dios, Theo-logía. Pero cuando volví la llave y entré en la Biblioteca me sentía reír a carcajadas (la risa nace de la percepción brusca de un contraste chocante) viendo que, no cuatro años, sino toda la vida, habían estado trabajosísimamente estudiando los miles de hombres que habían escrito los miles de volúmenes que están aquí y que versan sobre la nada.
Nadie me podrá negar que hay contraste y que es una cosa graciosísima. Aquí están la Didaché que es del siglo primero y allí está San Agustín (quin­ce infolios en pergamino) que es del s. IV, y aquí está Franzelin que es del XIX, y allá el Viejo Testamento que es de la Prehistoria y se pierde en la no­che del pasado; y están Claudel, un poeta, Vázquez de Mella, un filósofo, Pasteur, un científico, Billot, un teólogo, Menéndez y Pelayo y literato; aquí están quince mil volúmenes de todas trazas, valores y especies imaginables, a los cuales me dirigí con gran carcajada triunfadora:
«¡Todos vosotros os habéis equivocado, oh muertos!».
Cerré los ojos para reír mejor y para ver mejor imaginativamente la visión de ese universo de hombres ilusos, y vi la biblioteca toda llena de almas de muertos (¡Ojo! Yo no creo en la supervivencia; estábamos en que soy ateo). Todos estos ya se han vuelto nada, su alma no está en ninguna parte, salvo en los libros en que ellos exprimieron lo mejor de ella; porque eso sí, yo creo en los libros y amo los libros.
Así pues toda la Biblioteca llena de almas de muertos. Infinitas. Inconta­bles. Inimaginables almas ilusas que creyeron en Dios. De todas edades de todos colores de todos vestidos de todas las historias y de todas las geogra­fías. Al lado del Santo Job que arroja al cielo sobre el estercolero sus acres maldiciones, una dulce niña como una flor que murió bautizada y es herma- nita mía. Negros, chinos, pieles rojas, asirios, egipcios y romanos. Nympha, gentilísima ateniense que convirtió el judío Pablo de Tarso y la jeta feroz de una pobre vieja guaraní que convirtió el P. Cardiel S.J., fundador de mi pue­blo. El padre Abrahám y en su regazo un canillita bonaerense que murió aplastado por un auto (yo lo vi) sin estar bautizado, pero no por culpa suya sino de sus padres y el Gobierno laico, y tenía bautismo de deseo. La purísima santa mía Teresa de Cepeda y una mala mujer criolla que se confesó antes de morir. Monstruos que nacieron con tres brazos o dos cabezas de los hijos de borrachos, y Cervantes y Santo Tomás de Aquino. Amentes y semiamentes, un neurasténico, un leproso, Carlomagno y Dante. ¿Qué sé yo? Podría seguir por 20 páginas, era un mar, un océano inabarcable de almas apiñadas en torno mío, que era el centro de aquel enjambre esférico de radio infinito.
A todos estos, pues, decidido a mantener hasta el fin mi posición de ateo, con coraje, les dije:
-Todos vosotros os habéis equivocado. ¡Qué gracioso! ¿no? ¿Habéis visto cómo me he reído al principio? Son las paradojas grotescas de la vida. ¡Pen­sar que habéis dado el gran salto en el vacío! ¡Es una risa enorme, una carca­jada homérica! ¡Que os hayáis tomado tan en serio! Aunque al fin y al cabo ¡fuisteis felices! La ilusión trascendente o la enfermedad nerviosa o lo que sea (la religión, digo, el misticismo que decía Justo) que os fingía mares de certi­dumbres luminosas y os hacía más fuertes que la muerte (¡qué misterio es el hombre!), la alucinación a la cual consagrasteis vuestras fuerzas, vuestros es­tudios, vuestros cuerpos en castidad, vuestra sangre en martirio, vuestros corazones en incontenible amor, al conocer yo que fue una alucinación me siento más fuerte y sano que todos vosotros.
¡Pensar que todos estos libros (¡oh almas de los libros!) en que consagras­teis a vuestro Dios, o bien vuestro sencillo amor como «Las meditaciones so­bre el Niño Jesús» de Sor María Termenegabis o bien vuestra alta especula­ción como la Summa Teológica de Santo Tomás de Aquino, son una pura pamplina! ¿No os reís conmigo de los contrastes grotescos de la existencia?
Una voz -una voz de mi alma, opaca y contenida, una voz blanca que lo mismo podía serlo de indiferencia que de una carga de violenta pasión a pun­to de explotar- se levantó en medio del silencio (triste como el que precede en medio del silencio a las tormentas) en que cayó mi voluble carcajada.
-¿Todo eso que has dicho es verdad?
-En nombre de la ciencia moderna, dije yo, oh almas, escuchad. Nuestro siglo sabe mucho. Todo el esfuerzo civilizador evolutivo de los siglos ha ve­nido a concentrarse en el nuestro, como todo el empuje de una bayoneta está en la punta, que rompe, que se hunde, que desgarra. Y soy un hijo de mi si­glo, y no puedo creer como vosotros naturalmente (orgánicamente) creísteis. Yo estoy con Anatole France, un hombre que escribe tan bien, esa iro­nía preciosa llena de piedad. No creáis que ataco vuestra fe en nombre de la razón. Yo miro, y me sonrío, disputar a la fe y a la razón y me siento ante ellos lleno de elegante indulgencia. El mundo es un espectáculo divino, aun después de negado el principio de contradicción, aun diría que entonces es mucho más divino. Conste empero que yo no lo afirmo ni lo niego. Yo afir­mo mi yo y que las pulgas me molestan y los frailes me son naturalmente an­tipáticos. En cuanto a Dios, es para mí un ser demasiado respetable (aunque no sea más que por tanta gente ilustre como vosotros que lo ha querido) pa­ra que vaya a inferirle la injuria de creer que Existe, habiendo en el mundo tantos males crueles que no tendría más remedio que achacarle a él si exis­tiera. Ésta es la verdad, ¡oíd, esta es la ver...!

[…]

Jamás hubiera creído que mis ingenuas palabras hubieran podido causar algo tan espantoso. Al principio creí que era un trueno, un terremoto, o que el gran edificio secular del Seminario se me derrumbaba encima. Era un in­menso grito de dolor arrancado a una de todos aquellos infinitos pechos co­mo con un golpe de batuta.
«-¡Ay de nosotros! gritaban. -¡Oh miseria inmensa de nuestras vidas tres veces miserables! ¡Oh dolor insoportable! ¡Oh pérdida tan grande como es la esperanza del pecho del hombre! ¡Oh sol que nos extraviabas! ¡Oh luz que men­tías! ¡Oh crueldad monstruosa y sangrienta! ¡Oh aire que nos asfixiabas, oh pan que nos envenenabas, oh naturaleza, oh vida, oh creador, oh Todo que per­versamente nos engañaste! ¡Oh entendimiento mil veces maldito que nos decías invenciblemente que poseías la verdad, oh voluntad, oh corazón, oh criaturas que mentíais, todos, todos, continuamente, inexpugnablemente!».
Una vez vi operar un pibe de 4 ó 5 años sin cloroformo (no sé por qué) y daba unos gritos tan desgarradores que me partían el corazón (¡mamááááááá!) fuertemente sujetado y despedazado... eran risa pura al lado de la suma de dolor inexpresable de todas estas existencias a las que parecía talmente que mis palabras, como ese instrumento de cirugía que llaman «ecrasseur» (que sólo verlo hiela) les había agarrado los corazones y se los habían aplastado con un solo golpe brutal y simultáneo.
«-Nuestra vida fue un infierno, peor que el aniquilamiento. ¡Criados para ser engañados, con una naturaleza complejísima sabiamente adaptada para enga­ñarse y adherirse fieramente al error! ¡Oh dolor inmenso, oh infierno, oh feli­cidad del no ser! iAy de nosotros!».
Y como el dolor muy grande carece de palabras, aquí el coro espantoso se fundió en un inmenso quejido más triste que la muerte.
Yo tengo buen corazón y estaba con los pelos de punta y con un sudor de agonizante por todo el cuerpo. Nunca jamás había querido yo causar tanta catástrofe a estos seres entre los cuales están mi padre y mis abuelos, sino solamente hacerlos reír diciendo que no hay Dios ingeniosamente. Así que empecé a gritar con todas las fuerzas de mis pulmones:
-¡Oíd! Yo no digo que esto sea verdad objetiva, sino verdad subjetiva. Yo no digo que esto sea así, sino que yo lo creo así.
Mis palabras tuvieron otra vez un efecto contrario al esperado. Un silen­cio más glacial y pavoroso que antes, un silencio tangible me encerró como una losa, y de nuevo se alzó iracunda, al rojo blanco, la voz primera que esta vez reconocí; Balmes, el lógico inflexible:
«-¡Suicídate! -gritóme. (¡Cáspita!). ¡Suicídate, desgraciado! Si tú crees eso, crees que Dios es el mal, y que la vida es dolor y miseria sin esperanza. Ló­gicamente debes creerlo. Si no lo crees eres un estúpido y si lo crees, ¿por qué no te suicidas!».
Y el coro infinito, como el trueno y el fragor de las cataratas repitió indignado y tremendo:
«-¡Suicídate, cobarde!»
-¿Ah, sí? ¡Vayan a contárselo a sus abuelas! -les grité yo, despertando bruscamente y voluntariamente de mi ensueño, tirando las «Cartas a un Escéptico» y tomando la pluma.
Es cosa sumamente conveniente poder despertar cuando uno quiere de sus ensueños, sean ilusiones, sean pesadillas. A causa de esta verdad (que na­die me negará) ha dicho Chesterton en un libro precioso («Orthodoxy») que no hay entendimiento más libre que el entendimiento que está atado con la cadena de la Fe. Esto es una paradoja, Ud. sabe, querido amigo, que Chesterton es un paradojista; pero él explica su idea, diciendo que atado con la cadena diamantina de verdades inquebrantables, que ninguna fuerza huma­na (salvo el libre albedrío) puede trozar, el entendimiento católico se siente seguro de volar sin perderse. Pone el ejemplo de un hombre que estuviera en una región llena de abismos invisibles, atado con una cadena fortísima que no llega a ninguno de los abismos, dice que este hombre podría correr, saltar y brincar sin ningún cuidado. Mientras tanto que otro hombre, sin cadenas (libre, libre y pensador) no podría dar diez pasos sin estar temblando. Desde el momento mismo en que ha insistido firmemente que hay algunas cosas con las cuales no se puede jugar, el católico queda libre de jugar con todas las otras cosas, como lo hizo el juglar San Francisco y la juguetona Santa Teresa de Jesús. Y esta es la causa (dice él) de que la novela sea como usted sabe un producto cristiano, un género literario del cristianismo, así como la vida de San Francisco es una novela de acción...
Bueno, Chesterton no es ningún Santo Padre, sino un grande y querido y gordo inglés. Quería decir solamente que es cosa muy útil poder despertar cuando se quiera de sus ensueños (Chesterton dice que los católicos atados por la fe pueden soñar cuanto se les antoje; seguros de poder despertar ad libitum), cosa que nadie, como dije, me podrá negar, aunque no todos estén conformes con las consecuencias de Chesterton.
Desperté pues (para volver a mi novela) y dije: -Vayan ustedes a contár­selo a sus señoras abuelas. Tomé la pluma y me puse a escribir renunciando definitivamente a ponerme en el estado de ánimo de un ateo. La razón es que, educado en la lógica férrea de la escolástica católica (Nihil potest esse simul et non esse), me siento llevado en mis discursos a sacar todas las conse­cuencias de un principio dado, por ejemplo el ateísmo; cosa que afortunada­mente no hacen todos los ateos, porque si no la vida sería imposible. ¡Mire Ud. si todos los hombres irreligiosos del mundo sacaran las consecuencias prácticas que del ateísmo sacaron Schopenhauer, Nietzsche, Oscar Wilde, Anatole France, el formidable Kiriloff de Dostoiewsky, y Nerón y Calles, por ejemplo! Sería atroz para los pobres bichos indefensos y naturalmente buenos como yo y Ud.
Así que dejándonos de historias, lo que quería es, como decía al principio de mi carta, para que no se me aplique lo de «quien calla, otorga», protestar por escrito de que ni mi antiguo silencio significó nunca consentimiento, ni mi actual afirmación de que «Dios existe» tiene el mismo valor que las áticas ironías de algún escéptico contemporáneo, por nacer de una raíz muy distin­ta del diletantismo, por nacer de una tremenda y dulcísima certidumbre.
En esto sí que puedo testimoniar a Ud. con toda verdad, del fondo de un corazón honrado que no querría nunca mentir y menos en cosa tan grave, que me sorprendo a mí mismo no pocas veces en clase de Teología, mientras un compañero macanea en mal latín, repitiendo gozosamente las palabras que un gran poeta, mi favorito, dijo a otro propósito:
«Certes, je bois, certes je suis plongé dans le vin».
Porque son como un río luminoso las aguas inundantes del vino embria­gador de la evidencia: «Calix tuus inebriam Domine» decía David, «quam praeclarus est». Usted dirá que este fenómeno de sentirse el católico seguro y cierto es simplemente una alucinación; pero amigo, qué quiere que le diga, el vino es vino y tiene un sabor propio distinto del agua. Quiero decir que el que ha probado una vez vino de Málaga, no lo confundirá jamás con un bu­che de agua chirle, por más que el que no haya tomado en su vida más que agua chirle pueda negar la existencia del vino de Málaga; pero yo, gracias al amor de mis cristianos padres, que Dios bendiga, he bebido desde mi niñez el vino de la verdad a tazas plenas, y no me parece ni siquiera posible confun­dir la luz del sol con la eléctrica, ni con la probabilidad o la opinión, la evidencia. Y he aquí como llegamos (¡por fin!) al grano y a lo que yo le quería en definitiva decir en esta vagabunda carta:
-¿Es para Ud. evidente que no hay Dios? ¿Está Ud. plenamente seguro, excluyendo toda duda prudente, que no hay un ser más grande que el hom­bre, que si lo hay, ese ser no ha hablado al hombre, y que, en todo caso, si le ha hablado, es imposible averiguarlo? Porque si no puede decir «Estoy segu­ro de eso» con la misma firmeza con que dice «2+2 son 4» o «yo existo», si Ud. tiene alguna duda prudente de que tienen razón los otros (el mundo aquel que vimos en la Biblioteca) entonces -y esto es lo que quería decirle- tiene Ud. obligación gravísima de averiguar, estudiar, cerciorarse y adquirir la evidencia, sin la cual no podemos obrar en conciencia, ni dar un paso sola­mente en esta vida.
Tiene obligación. Ud. es un hombre cumplidor de sus obligaciones, un hombre honesto, un hombre de su deber. Yo lo he visto con mis propios ojos, no preciso que nadie me lo cuente, cumplir una obligación de su oficio un poco espinosa y que no todos satisfacen, con una rectitud digna de todo aprecio y que no declinaba ni a la derecha ni a la siniestra. Por lo tanto yo presumo que si a Ud. le constara de alguna manera otra obligación más apre­tada y urgente, no dejaría de llenarla, por el mismo principio, sea cual fuere, en virtud del cual cumple sus deberes profesionales; a menos que tengamos que decir que un hombre honrado es el que satisface sus deberes pequeños y descuida los gravísimos.
¿Y de dónde me incumbe a mí, dirá Ud., ese otro deber gravísimo? -Aun­que no fuera de otra parte, de parte de esa linda criatura, su mayorcita, a quien va dedicado mi primer tomo de «Cuentos y Fábulas».
Aún me parece la veo con su gran bandeja en las manos y su gracia de sílfide (una delicada atención de Ud., hacernos servir el té por su hijita), la veo digo, volviendo la cabecita hacia su papá para contestarle mientras sostiene gentilmente las tazas: «Sí, papá, así dijo la maestra».
-No puede ser, hijita, vos has entendido mal (dijo usted), yo no puedo creer que una maestra argentina prepare su clase para ir luego a decir a un montón de pebetas de Primero Superior que no hay Dios. -Pero sí, papá, di­jo que no hay Dios, así dijo.
No hay Dios.
Las palabras de la Sagrada Escritura: «Dixit insipiens in corde suo: Non est Deus» se me vinieron a la memoria tristemente. La pequeñita tomaba, no en su corazón todavía, pero en su boca llena de celeste inocencia, las palabras que el Libro Inspirado e Infalible llama necedad, insipiencia. ¡Pobre niña, in­defensa en la escuela de la necedad trascendental, que sabrá mañana tocar el piano y no sabrá para qué estamos en el mundo! El pecado de los padres cier­tamente no pasa a los hijos; pero la miseria del padre, tanto la natural como la sobrenatural, sí que pasa al hijo de cuya crianza Dios le ha responsabilizado en su providencia ordinaria; y si un padre se juega a la ruleta su caudal de ver­dad y certidumbre sus hijos comerán pan duro y peligrarán sucumbir de hambre. Claro está que yo no pensé esto entonces, porque seguimos hablando de Literatura, sino que quedé solamente con el corazón un poco anudado: pero luego que estuve en el vagón (adonde Ud. me acompañó atentamente y me puse a rezar mi Rosario, el nudo del corazón se destejió en un ovillo de explícitas consideraciones pías. Muy seguros, muy sin ninguna duda deben vivir los ateos -me decía yo en mi inocencia- para no sentirse obligados a es­tudiar, inquirir y asegurarse de Su verdad -para exponerse a darle por bebida a sus hijos vitriolo en lugar de vino, ese Non est Deus que todo este mundo de la Biblioteca tiene con toda certeza por vitriolo. Porque una cosa es que un hombre sin hijos y de corazón podrido como Anatole France se pase to­da su vida piqueteando con su entendimiento privilegiado y odiando a iglesia de Cristo con el rencor misterioso e indisimulable que es la señal de los réprobos; y otra cosa muy distinta es que un padre (paternidad siendo por esencia cosa contraria al egoísmo y la frivolidad) juzgue las lindas ideas de este monstruoso egoísta con todas sus consecuencias, buen alimento para sus hijos. Aquella es una cosa para hace temblar, y esta es una cosa para hacer llorar. Yo no digo que haya llorado allí en el coche de 2da. del F.C.O. rezan­do el Rosario; sólo digo que soy hombre naturalmente algo melancólico y propenso a las veces a lagrimear sobre males ajenos, como si no tuviera bas­tante con los propios.
Mas esta razón de la responsabilidad del padre acerca del alimento de sus hijos, no debe ser solamente sensiblería mía, cuando ha servido para conver­tir a Giovanni Papini. El cual escritor italiano dicen que teniendo dos hijas que amaba mucho y que se le estaban torciendo, y habiéndolas mandado en bien de su educación a un Colegio de monjas, experimentó en ellas tan felicí­simo cambio que temió no fuera que aquellas monjitas iliteratas poseyeran la verdad -la verdad que él, el «uomo finito» había dado definitivamente por perdido; y siendo erudito ya en el Historia de las Religiones, se propuso en­terarse de la Católica a la cual había atacado muchas veces sin tomarse la mo­lestia de conocerla.

Ésta es la ingenua carta-confidencia, querido amigo, que yo debía a Ud. y a mis escrúpulos. La cual si Ud. tira a la papelera a la primera hoja por lo menos yo habré cumplido con mi conciencia en escribirla. Pero para que no la tire (porque lo que deseo es que la lea) me voy ahora mismo a la Capilla (fal­tan 20 minutos para la Clase) a rezar el segundo Rosario a la Sma. Virgen y rogarle que estas líneas «non provienant ei in majorem judicium et condemnationem, sed pro tua pietate prosint ei ad medelam percipiendam», como dice la Iglesia.

martes, 28 de abril de 2015

Biografía de Castellani para Kindle


Finalmente, he aquí la versión digital de la primera mitad de la biografía del P. Leonardo Castellani (más conocido como “el ladrillo verde”) que escribiera Sebastián Randle.

La versión digital que ofrece el sitio Et voilà para que descargar quien quiera, por ahora en el formato para Kindle (.mobi),y  contiene las 293.651 palabras de su versión impresa, más las 60.294 palabras de sus 1658 copiosas citas.


¡Gratis! Para divulgar entre los amigos, para descargar mientras aguardamos la aparición de la segunda parte (1949 – 1981) que el autor promete para fines de año.

Versión digital de la detallada biografía escrita por Sebastián Randle “Castellani (1899 – 1949)” descargar desde aquí.

También la Editorial Vórtice ha publicado en otros formatos para descargar.

martes, 21 de abril de 2015

Niños y cuentos de hadas

“Los cuentos de hadas dan al niño su primera idea clara de una posible victoria sobre el fantasma. El niño ha conocido íntimamente al Dragón desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar al Dragón. En las cuatro esquinas de la cama de un niño se alzan Perseo y Rolando, Sigfrido y San Jorge. Si retiráis esa guardia de honor de héroes, no hacéis al niño más racionalista: lo único que hacéis es dejarlo solo para combatir contra los demonios”.

G. K. Chesterton